Aquel día de noviembre de 2013, el cielo de Madrid estaba encapotado y el embajador de Sudán en España, Alhussain, me ofreció un vaso de karkadé, la infusión de hibisco típica de su tierra. En la mesa de su residencia, entre el aroma dulce y la calidez del té, compartimos algo más que una conversación diplomática: habló con la franqueza de un amigo preocupado. Me confesó que el referéndum de 2011, celebrado como una liberación, había abierto una herida que no dejaría de sangrar. Separar el sur parecía desactivar la guerra, pero él veía el germen de un resentimiento profundo, de un odio que algún día arrasaría la nación. Una década después, la guerra que devora Sudán no se explica sin esa fractura ni sin el veneno del discurso de odio que convirtió una rivalidad en un intento de exterminio.
Desde que en abril de 2023 estalló el enfrentamiento, la rivalidad entre las Fuerzas Armadas de Sudán (SAF) y las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) ha derivado en una vorágine de violencia alimentada por discursos sectarios. Ese lenguaje incendiario, lanzado desde tribunas políticas y amplificado en redes sociales, legitima asesinatos, saqueos y desplazamientos en nombre de identidades en pugna. El resultado es una herida abierta: decenas de miles de muertos y millones de desplazados vagan sin rumbo, mientras la noción misma de ciudadanía sudanesa se diluye.
Este año, la captura del Palacio Presidencial de Jartum por parte del ejército devolvió fugazmente la esperanza de una nación unida. Sin embargo, el control del Gobierno se limita a la mitad oriental del país; la RSF sigue dominando Darfur, y si El Fasher –último bastión del ejército en el norte– cae, Sudán podría partirse de facto en dos entidades, como ocurrió en Libia. El avance militar, lejos de augurar la paz, amenaza con inaugurar un nuevo equilibrio del terror.
A este escenario se suma la indiferencia de un mundo distraído por otros conflictos. Mientras la atención internacional se centra en Gaza y Ucrania, Sudán queda a merced de potencias regionales que mueven sus fichas sin escrutinio. Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Egipto apoyan a uno u otro bando, y Rusia sostiene a la RSF con dinero y armas, contribuyendo a un balance macabro de más de 150 000 muertos y 12 millones de desplazados. La crisis sudanesa no es un accidente; es la suma de decisiones políticas y odios acumulados durante décadas. La separación de 2011 abrió una fractura; el discurso de odio la agrandó; la impunidad y la intervención extranjera la transformaron en un abismo.
La profecía del embajador se hizo realidad. Ya no evocamos “Rosebud” de la película “ciudadano Kane” como un símbolo lejano, sino un país herido que clama por volver a ser uno. Bajo las bombas que caen sobre Jartum y el polvo que tragan quienes huyen, Sudán nos interpela: ¿qué ocurre cuando dejamos de vernos como hermanos? Nos devuelve la imagen de nuestro propio mundo, fragmentado y víctima del odio. Si confiamos en la justicia, la educación y la cultura de paz,quizá podamos transformar aquel aviso en esperanza. De lo contrario, seguiremos repitiendo la misma tragedia, a costa de vidas que ya no soportan más el olvido.



