Cuando la fe vuelve a latir

Cada viernes, camino al colegio, mi hijo Saif y yo escuchamos la Sūrat al-Kahf, “La Cueva”.
Es un gesto pequeño, pero cargado de herencia: millones de musulmanes repiten ese acto cada viernes como un rito de memoria y esperanza.
Pero más allá del rito, La Cueva es una parábola sobre el exilio interior, la resistencia y el despertar.
Habla de jóvenes que huyeron de la idolatría y hallaron refugio en la misericordia de Allah durante tres siglos, recordando al creyente que toda promesa humana necesita del soplo divino: “Y no digas: lo haré mañana, sin añadir: si Allah quiere.”
Vivimos en una época que ha aprendido a desconfiar de la palabra fe.
La modernidad creyó haber domesticado el misterio, pero la sed de sentido persiste.
Ya no se busca religión como estructura, sino espiritualidad como escucha, como esa atención pura.
Hace siglos, Rābi‘a al-‘Adawiyya, una sufista de Basora, lo comprendió antes que nadie:
“Amo a Allah no por temor al infierno ni deseo del paraíso, sino porque solo Él es digno de ser amado.”
Ella transformó la ascesis en ternura y la obediencia en amor ardiente.
Su nombre, simplemente Rābi‘a, bastó durante siglos para evocar el latido del sufismo.
Y siglos después, una artista llamada Rosalía toma esa llama y la convierte en canto.
En “La Yugular”, evoca una de las Aeyas más íntimas del Corán:
“Estamos más cerca de él que su propia vena yugular.” (Sūrat Qāf, 50:16)
No es cita, es resonancia.
Rosalía canta desde esa cercanía donde lo divino no está arriba ni fuera, sino en el pulso que une la carne y el alma.
Su verso —“Dios desciende y yo asciendo, nos encontramos en el medio”— es una oración contemporánea, un eco del encuentro entre lo humano y lo absoluto.
Cuando afirma “Todos somos una sola alma”, no traduce una doctrina: traduce una experiencia.
Entre La Cueva y La Yugular hay un mismo viaje.
Los jóvenes durmieron siglos esperando un mundo distinto; Rosalía canta desde un mundo que ha olvidado soñar.
Ambos buscan lo mismo: un lugar donde la fe y la belleza vuelvan a reconciliarse.
La cueva es retiro y silencio; la canción, su versión moderna: un refugio estético donde el alma respira.
Rosalía, sin proponérselo, ha devuelto al arte popular el derecho a hablar del espíritu.
En tiempos en que lo sagrado se confunde con ideología, su voz recuerda que la fe no pertenece a nadie, que los símbolos no tienen dueño, que la belleza sigue siendo una forma de oración.
Yo la descubrí por casualidad, en los bailes de mi ahijada Mar.
Nunca imaginé que escribiría sobre ella.
Pero quizá esa sea la enseñanza: la espiritualidad nunca llega por las puertas que esperamos.
La mía, cada viernes, se abre con mi hijo escuchando La Cueva.
La de otros, con una voz que canta La Yugular.
Ambas comparten la misma pregunta:
“¿Cómo vivir?”
Y en esa pregunta —humana, urgente, luminosa— late el mismo misterio que movió a Rābi‘a a amar sin miedo, al Profeta a esperar la revelación y al creyente contemporáneo a seguir buscando.
Porque quien escucha, aunque no comprenda, ya ha empezado a creer.


