Había una vez tres toros que pastaban juntos en un prado luminoso.
Uno era rojo, fuerte y valiente;
otro, amarillo, alegre y ruidoso;
y un tercero, verde, tranquilo y prudente.
Unidos, formaban un muro impenetrable. Hasta que llegó un lobo.
Primero convenció a dos de ellos de que el rojo era un estorbo;
luego, de que el amarillo hacía demasiado ruido.
Cuando solo quedó el verde, el lobo ya no necesitó hablar: solo abrió la boca.
—No me estás comiendo hoy —susurró el toro verde antes de morir—. Me comiste el día que te dejé atacar al rojo.
Europa, ese viejo prado donde florecieron la razón, la cultura y el bienestar, se parece hoy demasiado a aquel toro verde.
Fuerte en apariencia, pero sola.
Sola porque permitió que la devoraran por partes, creyendo que el peligro no era suyo, sino ajeno.
La historia reciente es un eco de esa fábula. El Brexit fue el primer mordisco: el toro rojo expulsado del prado. Reino Unido se marchó con orgullo herido, y Europa suspiró aliviada, convencida de que su marcha aliviaría tensiones. Pero con su salida, la Unión perdió una voz militar, diplomática y atlántica que equilibraba su balanza.
Después vino Ucrania, el toro amarillo, brillante, molesto quizá, pero vital para la seguridad continental. Europa se indignó, aprobó sanciones, envió armas… pero permitió que el conflicto se enquistara bajo su propio umbral, rehén de los intereses de Washington y Moscú.
Y hoy, Gaza se convierte en otro espejo de impotencia. La primera fase del plan de Donald Trump —un alto el fuego, intercambios de rehenes y promesas de ayuda humanitaria— ha sido recibida con alivio, casi con alivio culpable. Porque ofrece, una vez más, una excusa para no hacer nada.
El viejo continente mira los incendios del mundo desde su ventana de bienestar, convencido de que la distancia lo protege.
Europa conserva su fuerza económica, sí. Tiene las mejores carreteras, la mejor educación, los hospitales más avanzados. Pero esa fortaleza se ha convertido en su sedante.
“Europa es la envidia del mundo”, decía hace poco el diplomático Jorge Dezcallar de Mazarredo. “Tenemos lo mejor, pero eso es carísimo. ¿Cuánto tiempo podremos mantenerlo?”.
Y el eco encuentra su metáfora más amarga esta misma semana, cuando robaron en el Louvre —el corazón simbólico de Europa— algunas de sus joyas históricas más preciadas. Un suceso que trasciende el robo: es un espejo. Europa ya no solo es un continente-museo, orgulloso de su pasado y cómodo en su decadencia; es un museo al que incluso le están robando las reliquias, mientras sus guardianes discuten sobre los horarios de visita.
Europa, cansada de guerras, cansada de liderazgo, ha cedido su papel a terceros:
a Estados Unidos, que decide; a China, que produce; y a Rusia, que provoca.
Cada crisis —sea en Gaza, en Kiev o en Londres— ha revelado el mismo patrón: una Europa que reacciona, pero no actúa; que comenta, pero no lidera.
Los informes más realistas apuntan que en 2050 no habrá ninguna economía europea entre las diez más importantes del mundo.
No es una profecía, es una consecuencia. La decadencia no cae de golpe: se gesta en la comodidad, en la ilusión de que siempre habrá tiempo.
Pero para evitar su destino, Europa deberá recordar lo que un día olvidó: que la unidad no es un discurso, sino un escudo.
Porque el día que permitió que devoraran al toro rojo —su independencia estratégica, su cohesión, su voz común— empezó a perder su propia carne.
—No me estás comiendo hoy… me comiste el día que dejé que te comieras a mi hermano.


